BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS
Cuando el ángel se apareció a la Virgen para anunciarle que
iba a ser Madre de Jesús, también le dijo que su prima Isabel estaba
esperando un hijo: Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un
hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban
estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios (Lc 1,36-37).
Isabel era ya anciana, por eso la Virgen, apenas oyó lo que el ángel le
dijo, se puso en camino para ayudarla: María se levantó y se fue con
prontitud...; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. María
permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa (Lc
1,39-40.56).
Hermoso es el ejemplo que nos da la Virgen: el ángel no le
manda que vaya a casa de Isabel; éste era un viaje largo y pesado para
aquellos tiempos, pues había que hacerlo en asno, aprovechando alguna de
las caravanas que pasaban por aquellos lugares. Exigía mucho sacrificio.
Pero María no duda ni necesita que le digan nada; su corazón es generoso y
propenso a las obras de misericordia.
En esto María es modelo de todos los cristianos. Jesucristo
nos ha enseñado que seremos juzgados por nuestras obras de misericordia:
Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus
ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas
delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros,
como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su
derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su
derecha: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino
preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y
me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me
acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en
la cárcel,
y
vinisteis a verme”. Entonces los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te
vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber?
¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos?
¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y fuimos a verte?”. Y el Rey les
dirá: “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos
míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Entonces dirá también a los de
su izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el
Diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve
sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba
desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis”.
Entonces dirán también éstos: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o
sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te
asistimos?”. Y Él entonces les responderá: “En verdad os digo que cuanto
dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo
dejasteis de hacerlo”. E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a
una vida eterna (Mt
25,31-46).
¿Qué cosa hay tan hermosa a los ojos de Dios y de los hombres
como la misericordia? Por eso tantas veces Dios la recomienda a los
hombres: Prefiero la misericordia al sacrificio (Os 6,6); Sed
misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso (Lc
6,36); Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia (Mt 5,7).
¿Cuáles son esas obras de misericordia? Si bien son muchas, la
tradición las ha agrupado en siete obras corporales y siete espirituales.
Las obras de misericordia corporal son:
–Dar de comer al hambriento.
–Dar de beber al sediento.
–Vestir al desnudo.
–Dar posada al peregrino.
–Visitar al enfermo.
–Redimir al cautivo.
–Enterrar a los muertos.
–Dar de beber al sediento.
–Vestir al desnudo.
–Dar posada al peregrino.
–Visitar al enfermo.
–Redimir al cautivo.
–Enterrar a los muertos.
Las obras de misericordia espiritual son:
–Rogar a Dios por vivos y difuntos.
–Enseñar al que no sabe.
–Dar buen consejo al que lo necesita.
–Consolar al triste.
–Corregir al que yerra.
–Perdonar las injurias.
–Sufrir con paciencia las flaquezas de nuestros prójimos.
–Enseñar al que no sabe.
–Dar buen consejo al que lo necesita.
–Consolar al triste.
–Corregir al que yerra.
–Perdonar las injurias.
–Sufrir con paciencia las flaquezas de nuestros prójimos.
¿Qué es la misericordia? Es una especie de compasión del
corazón ante la miseria del prójimo que nos mueve e impulsa a ayudarlo si
es posible. Observemos tres cosas importantes: es algo interior, es
provocada por la miseria, y nos mueve a obrar.
1) Es algo interior, es decir, del alma. No es sólo
algo sensible, y muchas veces no tiene nada de sensible. No es sentir
lástima sino dolor del alma. Como Jesucristo: sintió compasión porque
eran como ovejas sin pastor (Mt 9,36).
2) Es provocada por la miseria del prójimo. ¿Qué
miseria? Toda miseria: tanto corporal como espiritual. Los males del
prójimo son muchos. Hay males físicos como el hambre, la pobreza, la sed,
la desnudez, la enfermedad; hay males psicológicos como la tristeza, la
soledad, la incomprensión, la desorientación, el no encontrarle sentido a
la vida; y sobre todo hay males espirituales cuales son el error y el
pecado. Estos últimos son los más graves; ciertamente que hay males muy
duros como la pobreza o la soledad; pero el pecado es el mal más grande, y
por eso quien más necesita de nuestra ayuda es el hombre pecador.
3) Nos impulsa a ayudar a los necesitados. ¿De qué
modo? Remediando sus necesidades físicas, su soledad, su tristeza; y
especialmente, tratándose de pecadores, ayudándolos a que se conviertan y
salgan de su pecado. La Virgen en Fátima dijo que el pecado es el mal más
grande que azota el mundo; y mostrando su corazón coronado de espinas
pidió que los hombres no ofendieran más a su Hijo.
Practiquemos todas las obras de misericordia que podamos;
porque la misericordia borra nuestros pecados. Por eso dice el Apóstol
Santiago: El que convierte a un pecador de su camino desviado, salvará
su alma de la muerte y cubrirá multitud de sus pecados (St 5,20).
Hermosamente recomendaba esta virtud el santo Tobit en el testamento que
da a su hijo: Llamó, pues, Tobit a su hijo, que se presentó ante él.
Tobit le dijo: «Cuando yo muera, me darás una digna sepultura; honra a tu
madre y no le des un disgusto en todos los días de su vida; haz lo que le
agrade y no le causes tristeza por ningún motivo. Acuérdate, hijo, de que
ella pasó muchos trabajos por ti cuando te llevaba en su seno. Y cuando
ella muera, sepúltala junto a mí, en el mismo sepulcro. Acuérdate, hijo,
del Señor todos los días y no quieras pecar ni transgredir sus
mandamientos; practica la justicia todos los días de tu vida y no andes
por caminos de injusticia, pues si te portas según verdad, tendrás éxito
en todas tus cosas, como todos los que practican la justicia. Haz limosna
con tus bienes; y al hacerlo, que tu ojo no tenga rencilla. No vuelvas la
cara ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su cara. Regula tu limosna
según la abundancia de tus bienes. Si tienes poco, da conforme a ese poco,
pero nunca temas dar limosna, porque así te atesoras una buena reserva
para el día de la necesidad. Porque la limosna libra de la muerte e impide
caer en las tinieblas. Don valioso es la limosna para cuantos la practican
en presencia del Altísimo... Da de tu pan al hambriento y de tus vestidos
al desnudo. Haz limosna de todo cuanto te sobra; y no tenga rencilla tu
ojo cuando hagas limosna» (Tb 4,3-11.16).
¡Cuántos ejemplos de misericordia nos han dado los santos! Pensemos en San
Martín de Tours dividiendo su capa con el pobre desnudo, San Juan de Dios
cargando en sus brazos al mendigo llagado, Damián de Veuster dedicando su
vida a los leprosos y muriendo él mismo como uno de ellos, Santa Catalina
de Siena lavando las llagas de aquella mujer que la maldecía, el beato
Luis Orione y San José Benito Cottolengo consagrando sus vidas a cuidar a
los rechazados del mundo... Y sobre todo, la Virgen Santísima perdonando a
los que crucificaban a su Hijo único y amado; como le escribió Dante:
En ti misericordia, en ti piedad. Volvamos
nuestros ojos hacia Ella y pidamos imitar su misericordia y su corazón
pronto para socorrer al necesitado, para llevar la gracia de Dios a todos
los corazones. Pidamos un corazón misericordioso, como se hace en aquella
hermosa oración:
Deseo
transformarme en tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, oh Señor.
Que este atributo, el más grande de Dios, es decir su insondable
misericordia, pase a través de mi corazón y de mi alma al prójimo.
Ayúdame Señor, a
que mis ojos sean misericordiosos para que yo jamás sospeche o
juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi
prójimo y acuda a ayudarle.
Ayúdame Señor, a
que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las
necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.
Ayúdame Señor, a
que mi lengua sea misericordiosa para que jamás critique a mi
prójimo sino que tenga una palabra de consuelo y de perdón para todos.
Ayúdame Señor, a
que mis manossean misericordiosas y llenas de buenas obras para
que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargar sobre mí las tareas más
difíciles y penosas.
Ayúdame Señor, a
que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a
socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. Mi
reposo verdadero está en el servicio a mi prójimo.
Ayúdame Señor, a
que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los
sufrimientos de mi prójimo. A nadie le rehusaré mi corazón. Seré sincero
incluso con aquellos que sé que abusarán de mi bondad. Y yo mismo me
encerraré en el misericordiosísimo Corazón de Jesús. Soportaré mis propios
sufrimientos en silencio. Que tu misericordia, oh Señor, repose dentro de
mí.
Jesús mío, transfórmame en Ti porque Tú lo puedes todo.
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