San Alfonso María de Ligorio
A continuación quiero transcribir algunas de las páginas más hermosas que se han escrito sobre el sentido del sufrimiento y sobre el modo cristiano de asumirlo. Se trata del capítulo quinto de la obra de San Alfonso María de Ligorio “Práctica del amor a Jesucristo”. El Santo escribió este tratado en medio de grandes dolores, pues a comienzos del año 1768 la enfermedad de la artritis que le venía martirizando desde hacía tiempo, se estableció en las vértebras del cuello, doblándole de tal manera la cabeza que el hueso de la barbilla se le quedó clavado en el pecho, abriéndole una llaga profunda y dolorosa. Tenía 78 años. En medio de sus padecimientos escribió estas páginas que son fruto de su amor y de su experiencia dolorosa.
Es esta tierra lugar de merecimientos, y por lo mismo lugar de padecimientos. Nuestra patria es el paraíso, donde el Señor nos tiene deparado descanso y felicidad perdurable. Poco es el tiempo que en este destierro hemos de pasar; mas en este corto tiempo nos vemos cercados de innumerables penalidades.
El hombre nacido de mujer –dice Job– vive corto tiempo, y está atestado de miserias (Job 14,1). Todos por necesidad tenemos que padecer en este mundo; ya seamos justos, o ya pecadores, no podemos menos de cargar con la cruz. Quien la lleva con paciencia se salva; y por el contrario, quien la lleva con impaciencia, se pierde. “Las mismas aflicciones –dice San Agustín– a unos los conducen a la gloria, y a otros los conducen al infierno”. En el crisol de la tribulación –dice el mismo santo Doctor– se divide la paja del grano; en la Iglesia de Dios, el que en las tribulaciones se humilla y se sujeta a la voluntad de Dios es el grano destinado para el cielo; mas el que se ensoberbece y se irrita, alejándose de esta suerte de Dios, es la paja que arderá en el infierno.
En el gran día de las cuentas, cuando se ha de someter a juicio el negocio de nuestra salvación, menester será, para obtener la sentencia feliz de los predestinados que nuestra vida se halle en un todo conforme con la vida de Jesucristo. Porque todos aquellos que Dios desde toda la eternidad escogió para su gloria, determinó que fuesen conformes a la imagen de su unigénito Hijo (Rom 8,29). Que éste fue el intento que el Verbo eterno se propuso al venir al mundo: darnos ejemplo con su vida y enseñarnos a llevar con paciencia las cruces que Dios nos manda. Cristo padeció por vosotros –escribe San Pedro– dejándoos ejemplo, para que sigamos sus huellas (1P 2,21). Para esforzarnos al combate quiso Él padecer; y ¡oh cielos! ¿quién no sabe que la vida de Cristo fue vida de ignominias y de penas? Llámale Isaías: El despreciado, varón de dolores (Is 53,3). Y en efecto, los días de Jesús no fueron otra cosa más que un tejido de trabajos y amarguras.
Pues bien, así como Dios ha tratado de esta suerte a su amado Hijo, de la misma tratará al alma que Él ama, y admite por hija suya. El Señor –dice San Pablo– a quien ama, castiga, y azota a todo aquel que recibe por hijo (Hb 12,6). Que por eso dijo un día a Santa Teresa: “Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores cruces”. Y, por lo mismo, la Santa, cuando se veía tan apretada de tantos sufrimientos, decía que no los cambiaría ni por todos los tesoros del mundo. Apareciéndose después de su muerte a una de sus religiosas, le reveló que gozaba en el Cielo de gran gloria, fruto, no tanto de sus buenas obras, cuanto de los padecimientos que en vida sufrió con serenidad de ánimo por amor de Dios; y si algún deseo pudiera tener de tornar al mundo, el único sería el poder sufrir alguna cosa por Dios.
Quien padece amando a Dios, dobla la ganancia para el Cielo. Era sentencia de San Vicente de Paúl que el no penar en esta tierra debe reputarse como grande desgracia. Y añadía que una Congregación o persona que no padece y es de todo el mundo aplaudida y celebrada, está ya al borde del precipicio. Por esto el día que San Francisco de Asís lo pasaba sin algún sufrimiento por Cristo, temía que Dios le hubiera dejado de su mano. Cuando el Señor concede a alguno la merced de padecer por Él, le da mayor gracia, en sentir de San Juan Crisóstomo, que si le concediera el poder de resucitar a los muertos; porque en esto de obrar milagros, el hombre se hace deudor de Dios; pero en el padecer, se hace Dios deudor del hombre. Y además, añade, que el que pasa algún sufrimiento por Cristo, aunque otro favor no recibiera, que el de padecer por Dios, a quien ama, eso sería para ella la más hermosa recompensa. Y concluye que en mayor estima tenía la gracia hecha a San Pablo de ser encarcelado por Jesucristo, que la de haber sido arrebatado al tercer cielo.
La paciencia perfecciona las obras (St 1,4); que es como si dijera que no hay cosa que más agrade a Dios que el contemplar a un alma que con paciencia e igualdad de ánimo lleva cuantas cruces le manda; que esto es obra del amor: hacerse el amante una misma cosa con el amado. “Todas las llagas del Redentor –decía San Francisco de Sales– son como bocas que están abiertas para enseñarnos cómo hemos de padecer trabajos por Él. Padecer con constancia con Cristo, ésta es la ciencia de los santos y atajo seguro por donde pronto llegaremos a la santidad”. Quien ama a Jesucristo desea ser como Él: pobre, despreciado y humillado. Vio San Juan a los bienaventurados vestidos todos con blancas vestiduras y con palmas en las manos (Ap 7,9). La palma es emblema del martirio; mas no habiendo padecido martirio todos los santos, ¿cómo es que todos llevan palmas en las manos? Da la respuesta San Gregorio, diciendo que todos los santos han sido mártires, o a manos del verdugo o sufridos por la paciencia; de suerte –añade el Santo– que “nosotros sin hierro podemos ser mártires, con tal que nuestra alma con brío varonil se ejercite en la paciencia”.
En el amar y sufrir consiste el merecimiento de un alma que ama a Jesucristo; esto precisamente fue lo que el Señor dijo a Santa Teresa: “¿Piensas, hija, que está el merecer en el gozar? No está sino en obrar, y en padecer y en amar... Y ves mi vida toda llena de padecer... Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos, y a éstos responde el amor... Mira estas llagas, que nunca llegarán hasta este punto tus dolores”. “Pues creer que admite Dios a su amistad estrecha gente blanda y sin trabajos es disparate”. La Santa, hablando de sí, añade en otro lugar para nuestro consuelo: “Mas ello era bien pagado, que casi siempre eran después en gran abundancia las mercedes”.
Apareciéndose cierto día Nuestro Señor a la bienaventurada Bautista Varani le dijo que “eran tres los favores de mayor precio que Él sabía hacer a sus almas amantes: el primero es no pecar; el segundo, el obrar el bien, y esto es ya de más subido valor; y el tercero, que es favor acabado y perfecto, padecer por amor de Él”. Conforme a esto decía Santa Teresa “que el Señor, en recompensa de una obra emprendida por honra y gloria suya, acaba por enviar algún padecimiento. Que por esto los santos, en pago de los trabajos que Dios les mandaba, le devolvían mil acciones de gracias”. San Luis, rey de Francia, hablando de su esclavitud entre los turcos, decía: “Me gozo y doy gracias a Dios, más por la paciencia que entre prisiones me ha concedido que si tuviera el mando y señorío de todo el universo”. Y Santa Isabel, reina de Hungría, cuando a la muerte de su esposo fue expulsada con su hijo de su Reino, abandonada de todo el mundo, entró en una iglesia de Franciscanos e hizo cantar en ella un Te Deum en acción de gracias por el singular favor que Dios le otorgaba, hallándola digna de padecer por su amor.
Decía San José de Calasanz que “para ganar el Cielo todo sufrimiento es pequeño”. Ya antes lo había dicho el Apóstol San Pablo: Todas las penas de este mundo no son de comparar con la bienaventuranza eterna que se ha de manifestar en nosotros (Rom 8,18). Cabal y cumplida sería nuestra felicidad si pudiéramos sufrir toda nuestra vida las torturas de los mártires, con tal de gozar, aunque no fuera más que un momento, de la gloria del paraíso; entonces, ¿con cuánta mayor razón debemos abrazarnos con nuestra cruz, sabiendo que los sufrimientos de esta nuestra corta vida nos han de conquistar eterna bienaventuranza? La tribulación tan breve y tan liviana de esta vida nos produce el eterno peso de una sublime e incomparable gloria, dice San Pablo (2Co 4,17). Cuando a San Agapito, joven de poca edad, el tirano le amenazó con apretarle sobre las sienes un yelmo hecho fuego, respondió: “¿Y qué mayor fortuna me puede tocar en suerte que perder acá mi cabeza para verla después coronada en el paraíso?”. Y embebido San Francisco de Asís en estos pensamientos exclamaba: “Tan grande es el bien que espero, que toda pena se me torna en gozo”. El que quiera corona en el Cielo, fuerza es que pase por tentaciones y dolores; y si con Cristo padecemos, reinaremos también con Él (2Tim 2,12). No hay premio sin mérito, ni hay mérito sin el ejercicio de la paciencia, según dice San Pablo: No será coronado sino el que varonilmente peleare (2Tim 2,5). Y al que con paciencia combatiere, le ha de corresponder mayor corona.
Es de lamentar que cuando se trata de bienes temporales de este mundo, procuran sus amadores recoger cuanto más pueden; pero cuando se trata de los bienes eternos, se les oye decir: “Me basta con un rinconcito en el paraíso”. No hablaron así los santos; ellos en este mundo se contentaban con cualquier cosa, y aun se desnudaban totalmente de los bienes terrenos; pero tratándose de los eternos, se esforzaban en ganar los más que podían. Pregunto: ¿en quién está la sabiduría?, ¿en quién la verdadera ciencia?
Y hablando de esta vida, es cosa cierta que quien con más paciencia sufre, goza también de más tranquila paz. “Tened entendido –decía San Felipe Neri– que en este mundo no hay purgatorio, sino paraíso o infierno: el atribulado que lo lleva todo con paciencia, goza de un paraíso anticipado; y el que no sufre con paciencia, tiene un infierno anticipado”. tratando de esto decía Santa Teresa: “Para el que abraza la cruz que Dios le envía, es suave de llevar, y no le cansa”. Estando San Francisco de Sales durante algún tiempo asediado de toda clase de tribulaciones, dijo: “Desde hace algún tiempo las adversidades y secretas contradicciones que experimento me han comunicado una paz tan suave que no tiene igual, y son presagio de la próxima y estable unión de mi alma con Dios, la cual en toda verdad es la única ambición y el único anhelo de mi corazón”. Verdad es de todos conocida que no hay paz para el que lleva una vida desordenada; y sólo gozará cumplido gozo aquel que vive unido con Dios y sometido a su santa voluntad. Asistía cierto día un misionero de las Indias a un hombre condenado a muerte. Hallábase ya éste en el estrado de la ejecución, cuando llamó al Padre y le dijo: “Sabed, Padre, que yo fui de vuestra Orden; mientras observé con fidelidad las Reglas, llevé una vida sin mezcla de amargura; pero cuando comencé a relajarme, en el mismo momento sentí pena y sufrimiento en todo, de tal manera que abandonando la vida religiosa, me entregué a mis desenfrenadas pasiones, que me han arrastrado a este final desventurado en que me veis. Os digo esto –añadió– para que mi ejemplo sirva a otros de escarmiento”. El Venerable Padre Luis de la Puente decía: “si quieres vivir en perpetua y tranquila paz, toma lo dulce de esta vida por amargo, y lo amargo por dulce”. Así es en verdad; porque las dulzuras, aunque suaves al paladar, dejan tras sí amarguras y remordimiento de la conciencia por la complacencia desordenada que en ellas se tiene; mientras que los trabajos aceptados de la mano de Dios con resignación, se tornan dulces, y los ama el alma que está enamorada de Él.
Persuadámonos, pues, que en este valle de lágrimas no es posible que goce verdadera paz de corazón sino el que sobrelleva los padecimientos y se abraza gustoso a ellos por agradar a Dios; que tal es la herencia y estado de corrupción, que nos legó el pecado original. La condición de los justos sobre la tierra es padecer amando; mientras que la de los santos en el paraíso es gozar amando. Cierto día, el Padre Séñeri el joven, aconsejó a una de sus penitentes, para animarla a padecer, que a los pies del Crucifijo escribiese estas palabras: Así se ama. No es tanto el padecer, cuanto la voluntad de padecer por amor de Cristo, lo que constituye la señal más cierta de que un alma ama al Señor. “Y ¿qué más ganancia –decía Santa Teresa– que tener algún testimonio de que agradamos a Dios?”. Pero ¡ay!, que la mayor parte de los hombres desfallecen con solo oír el nombre de cruz, de humillación y dolores; sin embargo, todavía hay almas que ponen todas sus delicias en padecer, y andan como inconsolables cuando les faltan afrentas y penas. “La presencia de Jesús crucificado –decía un alma devota– me vuelve la cruz tan amable, que creo que sin sufrir no podría gozar felicidad cumplida; todo lo suple en mí el amor de Jesucristo”. Este es el consejo que Cristo da a quien desea seguir sus pasos: que tome su cruz y vaya en pos de Él. Lleve su cruz cada día, y sígame (Lc 9,23). Preciso es tomarla, empero, y llevarla, no por fuerza y a despecho, sino con humildad, paciencia y amor.
¡Oh, cuán agradable es y acepto a Dios el que, con humildad y paciencia, acepta las cruces que le envía! Decía San Ignacio de Loyola que no hay leña tan a propósito para encender y conservar el fuego del amor de Dios, como el madero de la Cruz; quiere decir: amar a Dios entre los sufrimientos. Preguntando cierto día al Señor, Santa Gertrudis, qué cosa podía ofrecerle que le fuese más acepta y agradable, el Señor le dijo: Mira, hija, no hay cosa que yo reciba con más gusto, que sufrir con tranquilidad de ánimo todas las tribulaciones que te salen al paso. Por aquí vino a decir la fidelísima sierva de Dios, Sor Victoria Angelini, que pasar no más que un día clavada con Cristo en la Cruz, tiene más mérito que andar cien años ocupado en otros ejercicios espirituales. Semejante a ésta es la sentencia de San Juan de Ávila: “Más vale –decía– un gracias a Dios o un bendito sea Dios en las adversidades, que seis mil gracias en bendiciones y prosperidades”. Y con todo, ¡los hombres ignoran todavía el valor de la Cruz llevada por Cristo! “Si esto entendieran –dice Santa Angela de Foligno–, los padecimientos serían objeto de rapiña; que es como decir que unos a otros se robarían las ocasiones de padecer”. Y Santa María Magdalena de Pazzis, que había gustado las dulzuras de la cruz, deseaba que Dios le alargase la vida, más bien que morir e irse al Cielo; porque –decía– en el paraíso no se puede padecer.
Todos los deseos de un alma que ama a Dios no son otros que unirse a Él por entero; mas para llegar a esta perfecta unión, veamos los consejos que nos da Santa Catalina de Génova. “Es imposible –dice– llegar a la unión con Dios sin la adversidad; porque en este crisol es donde destruye Dios todos los desordenados movimientos de nuestra alma y de nuestros sentidos. Y por esto, injurias, menosprecios, enfermedad, pérdida de parientes y amigos, humillaciones, tentaciones y otros mil géneros de penalidades nos son absolutamente necesarias, para que, batallando y yendo de victoria en victoria, consigamos extinguir en nosotros las perversas inclinaciones y no las sintamos más. Postradas ya, y vencidas, debemos procurar alcanzar, no sólo que el padecer pierda su aspereza, sino que nos sean sabrosos y deleitables los sufrimientos; sólo por aquí llegaremos a la unión con Dios”.
De donde resulta que el alma que ama a Dios con perfección, “antes busca lo desabrido, como dice San Juan de la Cruz, que lo sabroso; y más se inclina al padecer, que al consuelo..., y a las sequedades y aflicciones, que a las dulces comunicaciones, andando con avidez en busca de todo linaje de voluntarias mortificaciones; y abrazándose con mayor amor con las involuntarias, que éstas son las que Dios más estima”. Ya lo tenía dicho Salomón: Que mejor es el varón paciente que el fuerte; y el que es señor de su ánimo, que el que conquista y gana ciudades (Prov 16,32). Cierto es que mucho complace a Dios el que crucifica su carne con ayunos, cilicios y disciplinas, porque mortificándose da pruebas de varonil entereza; pero mucho más agradable es a Dios holgarse en los trabajos y sufrir con paciencia las cruces que Él nos manda. Decía San Francisco de Sales: “Las tribulaciones que nos vienen de la mano de Dios o de los hombres por beneplácito de Dios, son siempre más preciosas que las que son hijas de nuestra propia voluntad; porque es ley general que, donde menos lugar tiene nuestra voluntad, más contento hay para Dios y provecho para nuestras almas”. Y ya antes, Santa Teresa nos había dado el mismo documento, cuando dijo: “En un día podrá ganar más delante de su Majestad, de mercedes y favores perpetuos, que pudiera ser que ganara él en diez años en cruces que quisiera tomar por sí”.
Y por eso Santa María Magdalena de Pazzis exclamaba generosamente: “No hay tormento en el mundo, por penoso que sea, que no soportara yo con alegría, pensando que me vienen de la mano de Dios”. Y así fue, porque en los padecimientos no pequeños que durante cinco años padeció la Santa, bastaba traerle a la memoria que tal era la voluntad de Dios, para devolverle la paz y tranquilidad. ¡Ah!, que para conquistar a Dios, tesoro inestimable, todo es de poco o de ningún valor. “Cueste Dios lo que costare –decía el P. Hipólito Durazzo–, jamás nos costará muy caro”.
Roguemos, pues, al Señor, que nos halle dignos de amarle; que si perfectamente le amamos, humo y no más que lodo nos parecerán los bienes de este mundo; y las ignominias y los padecimientos se convertirán en suavísimos deleites. Hablando San Juan Crisóstomo de un alma que totalmente se ha entregado a Dios, dice así: “Cuando uno ha llegado al perfecto amor de Dios, vive como si estuviese solo sobre la tierra; no se cuida más de la gloria o de las ignominias; desprecia las tentaciones y los sufrimientos, y pierde el gusto y apetito de las cosas terrenas. No encontrando ya ayuda ni reposo en cosas de mundo, corre sin tregua ni descanso tras el Amado sin que haya estorbo que la detenga, porque ya trabaje, ya coma; ya duerma, ya esté en vela, en todo lo que hace y en todo lo que dice y piensa, su anhelo único es hallar al Amado; porque allí tiene cada cual su corazón, donde tiene su tesoro”.
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