El Padre Trampitas
Por Fernando Navascues.
Era terrorista, revolucionario, violento y anticlerical; golpeó a un cura que llegaría a obispo... pero cuando estaba a punto de volar la catedral de Aguascalientes...
Su nombre era Juan Manuel Martínez Macías pero nadie, o casi nadie, lo conocía por ese nombre. Para todos era el P. Trampitas, el capellán de la prisión más grande del mundo, el penal mexicano de las Islas Marías, en el Océano Pacífico. La única cárcel con muros de agua, y un agua infestada de tiburones. Una cárcel que está a 12 horas en barco de la costa oeste del continente.
La historia del P. Trampitas es la historia de un joven violento y exaltado, la de un anticlerical al que le sucedió lo mismo que a san Agustín: las oraciones y las lágrimas de su madre, al igual que las de Santa Mónica, fueron el motivo de su conversión. De revolucionario y terrorista, a capellán de los delincuentes más peligrosos de México. Un buen cambio: nadie mejor que él para esa misión.
Por las lágrimas de su madre
Juan Manuel y sus amigos eran conocidos por su actitud violenta y anticlerical. No era extraño verle en conflictos con la Iglesia.
En cierta ocasión, incluso, golpeó a Juan María Navarrete, quien llegó a ser obispo de Sonora. Pero su gran golpe habría de venir poco después: volar la catedral de Aguascalientes.
Cuando todo estaba a punto de ejecutarse, a tan solo nueve días, Cristo se cruzó por el camino. Su madre acababa de descubrir unos papeles que le comprometían y que detallaban lo que había planeado. Llorando, le dijo su madre: “Te quiero mucho hijo, pero al mismo tiempo te odio porque eres enemigo de Dios”. En esos momentos, Juan Manuel, impresionado, le juró: “Mira, madre: desde este momento, va a ser otro tu hijo. Si te lo cumplo, que Cristo me bendiga y si no te lo cumplo, que Cristo me maldiga”. Y continuó: “Mira, sé que lo que voy a hacer, me va a costar la vida”. A lo que respondió ella: “Y, ¿para qué quieres la vida si no la das por Cristo?”.
Esa pregunta fue su sostén en los tiempos más duros de su estancia en la prisión: “Cuando me llega la nostalgia de la libertad, cuando quiero abandonar todo aquello, parece que la voz de mi madre hace eco y permanece allí: “¿Para qué quieres la vida, si no la das por Cristo…?”
Se marcha al seminario a EE UU
Juan Manuel Martínez Macías se marchó a los Estados Unidos ha estudiar con los jesuitas. Él mismo lo explica: “Yo no podía estudiar para sacerdote en México, porque si me veían en el seminario, no faltaría alguien que dijera: ‘Este hombre está planeando algún buen golpe…”.
Sin barrotes pero con muros de agua
Con el tiempo, su destino fue la prisión de las Islas Marías. No es un penal al uso, con celdas y barrotes, sino con muros de agua, y en donde los presos pueden vivir con sus familias en los poblados que organizan la vida de las islas.
El archipiélago de las Marías lo componen las islas Madre, María de Cleofás y María la Magdalena. En la actualidad sólo está en uso la Madre, las demás hace tiempo que de dejaron de usarse y permanecen desiertas. Es un penal que se inauguró a principios del siglo XX con el fin de internar a los presos más peligrosos. En estos momentos, los encarcelados superan los 600, y entre ellos se encuentran una veintena de mujeres.
Todo una vida en prisión... como un preso más
El P. Trampitas vivió 37 años en el penal como preso voluntario, sometido al régimen carcelario, incluso en los permisos para salir y entrar, comiendo como un preso más y sin ningún otro privilegio que el que le correspondía por el trabajo pastoral, como por ejemplo el de un “pistolero”, un guardaespaldas que le acompañaba en ciertos lugtares de la isla.
Aunque falleció fuera de las islas Marías, sus restos descansan en el cementerio del penal junto a uno de los mayores asesinos que ha conocido México: José Ortiz Muñoz, el Sapo, una de tantas almas que se convirtió gracias a la tarea del P. Trampitas.
Lamentablemente, el Sapo fue asesinado al poco tiempo de convertirse: algunos enemigos del penal, al ver su cambio de actitud y desarmado, aprovecharon la ocasión para saldar viejas deudas.
Humanizar el penal
Al igual que con el Sapo, el P. Trampitas fue instrumento de Dios para la conversión de otros grandes criminales, asesinos de la peor especie. El padre fue testigo desde el principio de cómo llegaban los presos a la isla. Todos con los cuellos ensangrentados por los grilletes que llevaban al cuello, sufriendo y maldiciendo a Dios y a todo el mundo. Escenas terribles e inhumanas.
Antes de que él llegara se les despertaba a los internos con trompetas e insultos. Sin embargo, el padre consiguió un sistema de megafonía que llegaba a todos los poblados: los trompetazos fueron sustituidos por el “Alabaré”, y las blasfemias por oraciones de ofrecimiento del día a Dios.
El matacuras
Su estancia allí está empedrada de la misericordia divina. De auténticas conversiones. En una conferencia que impartió poco antes de morir hablaba de casos como el de Pancho Valentino, un púgil de lucha libre condenado por matar a un sacerdote cuando éste le pilló robando en su iglesia.
Cuando llegó a las islas Marías, relata el P. Trampitas, el saludo fue el siguiente:
- Yo soy Pancho Valentino, el matacuras, ¿eh?
- Pues mira, yo soy el P. Trampas, el que mata a los matacuras, c… y no te me enchueques (tuerzas) porque te lleva la…
Después, entre risas, aclaró a su auditorio que ciertas palabras no suenan mal en estos ambientes… “son como jaculatorias”.
Con el tiempo, el matacuras decidió, efectivamente, matar al cura Trampitas. Éste estaba prevenido por otro preso amigo suyo. Cierta noche, cuando ya estaba dado el toque de queda, el matacuras se fue en busca de su víctima. Éste vio llegar su hora y el asesino lo llevó ante el sagrario. El cura se encomendó y ofreció su muerte por la conversión de todos los presos.
Sin embargo, contra todo lo previsto, en el momento de matarlo, Pancho vio una imagen de la Virgen de Guadalupe y se le transformó el rostro: “No, ya no, Madrecita –gritó el preso. Madre de Dios, ayúdame”.
Y en vez de matar al cura se dedicó a golpear al sagrario y a increparle a Dios para que le ayudara. Ese día hacía justamente 10 años que había matado al cura por el que penaba en la cárcel: “Mátame, Dios mío, pero perdóname”. Más que gritar, rugía, bramaba: “Ayúdeme, padre”.
Los dos cayeron de rodillas. En vez de muerte, el P. Trampitas encontró un abismo de misericordia: acabó confesando al matacuras entre los lloros de la tensión y la emoción vividas.
El propio P. Trampitas habla de cómo la gracia de Dios actúa en esos momentos en las almas, pues Dios da una luz especial a los presidiarios para hacer una confesión perfecta.
Todavía estoy con vida, confiéseme, padre
No menos espectacular es la conversión de Victoria. Una mujer que, huérfana de padres, debió pasar su vida de orfelinato en orfelinato. Acabó en la calle y cuando fue detenida cargaba en su conciencia con varias muertes.
Estaba destinada con los presos de 7 o más homicidios, y debido a su alto grado de conflictividad en el propio penal, algunos de los asesinos más temibles preferían esquivarla antes que coincidir con ella.
Muchos presos pedían que la quitaran de su lugar de trabajo porque de lo contrario algún día acabarían matándola por todos los problemas que les creaba. Ella misma descalabró a muchos internos en broncas y peleas.
En cierta ocasión, tuvo que acudir al hospital para curarse algunas heridas. Providencialmente, el P. Trampas se encontraba allí en ese momento. Pasados unos minutos, tras una nueva pelea, esta vez con los enfermos del hospital, Victoria salió volando por la ventana del tercer piso del edificio. Rápidamente, la llevaron a urgencias. No había nada que hacer por ella. El padre se encomendó a la Virgen de Guadalupe, que “nunca se me echa pa’tras”, para ver qué decirle y si se animaba a confesarse.
Victoria le recibió con una retahíla de insultos y blasfemias, sin embargo él le dijo: “Mira, Victoria, no vengo a decirte que te confieses, vengo a decirte que en unos minutos estarás ante el tribunal de Dios”.
El padre se acordó de que en el orfelinato, dirigido por unas monjas, Victoria había ingresado a una Congregación Mariana:
- Victoria, ¿cantabais el “Bendita sea tu pureza”?
- Sí muy bien, y a tres voces, padre.
- Victoria, y ¿te acuerdas de cómo termina?
Ella empezó a mover los labios como recordando el canto. Cuando al final dijo:
- No me dejes Madre mía.
- ¡Repítelo!, Victoria. ¡Repítelo!, Victoria. Éste es el momento en que la Virgen te va a pagar esa comunión que hiciste cuando recibiste su medalla y te consagraste.
- No me dejes, Madre mía. No me dejes Madre mía… Padre, todavía estoy con vida. ¡Confiéseme, padre!
Cuando finalmente le dio la absolución “vi que comenzó a disminuir la intensidad de su voz. Se quedó diciendo, ‘no me dejes Madre mía, no me dejes Madre mía’. Y ahí murió”.
Vale la pena vivir en esta cárcel
No todo son conversiones de última hora en el penal de las Marías. También hay otro tipo de historias, como la de un preso, un tal Pimentel, que con 57 años se ordenó sacerdote en las islas. Al final de su vida, el padre Trampitas se lamentaba de no encontrar quien le sustituyera al frente del penal. Muchos sacerdotes pasaban por allí, pero todos acababan renunciando: “Ellos (los sacerdotes) no han vivido en donde yo he vivido. Sin sueldo ninguno. Ellos (los carceleros) me dan la ración de preso. Esto es lo que me dan”.
Toda una vida, 37 años al servicio de los presos: “Vale la pena subir aquí. Valen la pena el hambre, las nostalgias de la patria, de la libertad”. Todo vale la pena con total de ser el camino de la “misericordia de Cristo para los presos”. Afortunadamente sí tuvo continuador su obra.
El poder de la oración
La clave del P. Trampitas es muy clara. Lo mismo que su madre oró y oró por su conversión, así las conversiones de penal son fruto de la oración: “Miren, esas conversiones de las que tanto hablo, yo se las debo a la oración, no cabe duda. La oración todo lo alcanza, y si alguna madre de familia tiene un hijo que va por malos pasos, haga lo que mi madre hizo, de veras, la oración, la oración, la oración”.
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