Emmanuel Sicre, SJ
Es habitual que ocurra que las personas que buscan llevar una vida de oración sufran las dificultades propias de todo arte. Falta de concentración, dispersión, postergación, imposibilidad de acceder al mundo interior, falta de voluntad, desgano, justificaciones, forman parte de esta situación. Y “como ya no nos salió”, terminamos dejando de orar. O en el mejor de los casos esperamos alguna oportunidad como para volver, un retiro, unos ejercicios espirituales, un momento de oración comunitario, como si fueran a recomponer la cuestión de raíz. Distinto es cuando la situación nos lleva inevitablemente a la oración. Es el caso de una enfermedad o de un sufrimiento profundo, una confusión o un conflicto grave donde acudir a Dios se hace más "fácil".
Pero qué es lo que puede estar de fondo y no nos damos cuenta cuando nos pasa que queremos orar y no podemos, o que no nos sale como queremos y nos frustramos abandonando el hábito de hacer oración. ¿No será que nuestro estilo de vida nos invita a nuevos modos de comprender la oración? ¿Acaso hay algún modelo de oración que sea el mejor y no lo sabemos? ¿Será que todos oramos del igual forma o cada uno representa un modelo de oración personal? ¿No será que el Mal Espíritu nos hace trampa? ¿Cuál sería el parámetro para una verdadera oración, dónde radica su punto de apoyo?
El “peligro” de los modelos de oración
Resulta que la fe sólo se transmite a partir de la experiencia de Dios de cada uno en el testimonio de sus obras y sus palabras. Todos hemos recibido la fe como un don de Dios a través de los que nos preceden y que comunicaron su fe en Dios a nuestra experiencia. La familia, la comunidad creyente, los amigos, catequistas, sacerdotes, religiosos y religiosas han sido el eco de Dios para nuestra vida de fe. Han hecho lo mejor posible para enseñarnos la fe que levamos dentro. Así es que fuimos aprendiendo a unir nuestras manos y elevar una oración.
A medida que vamos creciendo en la fe se hace evidente que se torna más personal, porque nuestra comunicación con Dios se profundiza según nuestra particularidad. Ese crecimiento se ve asistido por muchos que nos instruyen en cómo rezar u orar. Desde el primer Padrenuestro hasta la contemplación más mística que hayamos tenido, fuimos introducidos en un modo de hacerlo, una técnica o una recomendación que fue muy oportuna en su momento.
Dicho modelo de oración que fuimos asimilando es susceptible de convertirse en un peligro cuando anteponemos el modelo a la realidad vital en la que nos encontramos. Por ejemplo, si aprendí que para orar tengo que hacer un silencio absoluto cómo voy a hacerlo en medio del bullicio; o si capté que oración es diálogo con Dios y no tengo ganas de hablarle, estoy en un problema; o si me dijeron que para orar bien hay que destinar una hora diaria, cómo hago cuando no tengo tiempo.
El peligro de los modelos o de las técnicas de oración es que pueden convertirse en recetas de cocina espiritual y resultar un manual que no responde a nuestra necesidad concreta ni a la realidad de la oración. Así es que se nos fue creando un concepto de oración que es necesario resignificar. Es decir, preguntarnos, ¿qué es orar para mí en este momento de mi vida? Y no tanto responder a un concepto previo de lo que es la oración cristiana.
Quién podría dudar de que necesitamos con frecuencia ciertas recomendaciones para orar y que hay unas que son más efectivas que otras, y que los grandes orantes de la historia de la fe nos han dado invaluables consejos; pero no pueden convertirse en el centro del problema, porque nos corren el punto de apoyo de la oracióndesplazando la confianza en el Espíritu de Dios y metiendo en su lugar la perseverancia de nuestra voluntad.
Es importante que comprendamos que la oración no la “hacemos” nosotros sino que es Dios quien ora y hace en nosotros. Cuando sentimos el deseo de dirigirnos a él, en verdad es él quien ha tomado la iniciativa y quiere acercarse cada vez más a nosotros para mostrarnos qué quiere de nosotros y cómo está transformando nuestra vida. El trabajo de Dios en nuestra vida es incesante, no acaba, no se apaga porque durmamos, no se toma vacaciones cuando no nos acordamos de él. Dios es un “eterno insistente” que quiere estar con nosotros aún cuando estemos alejados y renuentes.
Comprender la oración desde Dios y no desde nuestra férrea voluntad implica que nuestra tarea sea sólo la de disponernos a lo que Dios está obrando, sanando, pidiendo, alabando, bendiciendo en nosotros.
Los engaños del Mal Espíritu a quien busca orar
Hay que saber que el Mal Espíritu (ME) no nos quiere cerca de Dios y hará todo lo posible para alejarnos y hacernos abandonar la experiencia de aquello que llamamos oración. Su estrategia de separación regularmente va de afuera hacia adentro, de los detalles al núcleo, de la superficie al deseo. Funciona como una especie de “cáncer espiritual”. Aquí es importante aclarar que lo que hace el ME es atacar nuestra voluntad y no la de Dios que es darnos vida, somos nosotros los tentados y no Dios.
En efecto, es probable que nos aleje polarizando nuestras intenciones. Si vivimos la oración como una experiencia más bien gratuita de comunicación con Dios, el ME nos cuestiona la productividad del tiempo de oración. Si entendemos que la oración es una experiencia afectiva del amor de Dios, el ME hará lo imposible para hacerla exclusivamente racional llevándonos a sacar conclusiones y resolver lógicamente el misterio, o a pensar que si no “sentimos” nada no tiene sentido. Si comprendemos la oración como diálogo con Dios, nos hace creer que es un monólogo nuestro atacando la paciencia que requiere caminar con los ritmos de Dios. Si oramos en la acción, nos llevará a cambiar la ecuación y hacernos pensar que “hacer” es más importante que orar. Si buscamos al rezar una experiencia de consolación, nos hará buscar las consolaciones de Dios y olvidar al Dios de la consolación. Si optamos por orar con textos, hará que lo que dice el texto sea más importante que Dios mismo. Si oramos con la Palabra, hará que se convierta en un texto conocido que no hace falta releer. Si al orar tenemos poco tiempo, pretenderá que cada vez tengamos menos. Si entendemos la oración como partir de la realidad, hará que la realidad sea tan cruda que Dios nunca pueda habitar en ella.
Y así cada uno podría identificar cuál es el engaño que el ME pone en su camino de búsqueda de Dios en la oración. Lo importante es detectar cuál es mi intención para saber que la polarizará o exagerará hasta sacarnos de ella. Por esto la oración no tiene que estar centrada en mí sino en Él. No en lo que yo quiero, yo busco, yo pretendo, yo necesito, yo, yo… sino en Él. Así el ME evita que tomemos contacto con el deseo del encuentro mutuo con Dios.
Pautas para una vida de oración
Si resulta que los modelos de oración son "peligrosos" y el mal espíritu está al acecho de nuestra voluntad centrándonos en nosotros mismos, ¿qué es en definitiva lo que nos hizo volcarnos a la oración en algún momento de nuestra vida y que ahora nos tiene en conflicto? ¿Se trata de una falsa tensión o de una situación vital? Como dice san Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual:
¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti, clamando, y eras ido.
Digamos que vivir esta tensión respecto de la vida de oración es muy sana porque declara que el deseo de Dios está vivo en nosotros. Lo que sucede quizá es que no hemos sabido canalizarla de un modo adecuado y nos resulta complicada. Cada vez que nos acordamos de que no hemos orado o de que tenemos una deuda pendiente estamos escuchando la voz del Espíritu de Dios que nos invita a estar con él. Cada vez que queremos rezar y nos cuesta estamos avanzando en el crecimiento espiritual. Cada vez que deseamos orar es Dios mismo el que nos habla desde adentro.
Pero, hay que dar un paso más dejando que sea Dios quien ore en nosotros. La confianza del buscador de Dios es saberse sostenido por él y asistido en el momento de la prueba. La confianza en la oración del Espíritu en nosotros tiene que ser más amplia que la que ponemos en nuestra voluntad de oración. Por eso san Pablo les dice a las comunidades romanas: “y de la misma manera, también el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables; y aquel que escudriña los corazones sabe cuál es el sentir del Espíritu, porque Él intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios”. (1Rom 8,26-27)
Es decir, es necesario dar el salto que nos lleva a ser parte del misterio. Si no comprendemos que Dios habita nuestra realidad cotidiana en cada persona con la que nos encontramos, en cada trabajo que realizamos, en cada cosa que vemos, sentimos, olemos, gustamos, oímos, en cada parte de nuestro cuerpo, en el descanso, en los sueños, en cada cosa que no comprendemos, en cada cruz propia o ajena, en cada último rincón de lo humano, no podremos confiar en que Él nos lleva a nosotros y no nosotros a él.
Tenemos que abrir la puerta al Misterio para entrar en él como se entra a una fiesta en la que hemos sido invitados desde adentro. No es nuestra fiesta sino la suya.
Si nos dejamos provocar por el Misterio del Dios que nos anunció Jesús daremos crédito a aquello de María cuando dice "mi alma canta la grandeza de Dios mi salvador, porque ha mirado la pequeñez de su servidora" (cf. Lc 1, 46-55) y entonces Dios nacerá en nosotros, y entonces Dios hará maravillas, y entonces el Reino crecerá en nosotros, y entonces la cruz tendrá sentido, y entonces la paz amarrada con la justicia dará a luz el amor que te llevará a ser cada vez más hermano, más hijo, más creatura.
Por eso, cada vez que sintamos que no oramos como queremos, recordemos que el Espíritu ya lo está haciendo por nosotros al Padre, para hacernos cada vez más otros Cristos. Y descansemos confiando en que Él sabrá qué hacer.
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