P. Daniel Barrera Hdz., msp.
Es difícil tratar con la realidad compleja de los sentimientos que guarda el corazón humano. Sobre todo, cuando la persona sufre graves y duros golpes que han marcado su destino para siempre. No son sólo noticias, tragedias, muertes inesperadas, los actos de violencia intrafamiliar, más que nada, son hechos que le ocurren a «alguien». La expresión bíblica «Todo lo que Dios permite es para bien del hombre» ( cf. Rom 8, 28) , no siempre es bien digerida por los que cargan la pena o la desgracia.
Salía de misa de 12 cuando me abordaron dos fieles de la comunidad sumamente afligidos. Me informaron de la muerte de un joven conocido que frecuentaba los grupos de la parroquia. Tenía 20 años y se había ahogado en la playa cuando veraneaba con un grupo de jóvenes. Así que no tuve que pensar para salir inmediatamente y hacer una oración, esperando encontrar unas palabras de consuelo para los familiares y amigos.
Inicié mi oración sumamente conmovido pues encontraba a mi alrededor muchas personas conocidas que lloraban. La madre del joven, naturalmente, estaba deshecha y lloraba desconsolada ante el féretro ¡era su único hijo! El padre, que no se encontraba en la casa cuando lo ocurrido, acababa de recibir la noticia fatal y llegaba en ese preciso momento. Aquella escena fue desgarradora.
Con un nudo en la garganta y entre las lágrimas de todos los congregados, me esforzaba por dar palabras de aliento, pero era muy difícil. Era el momento del dolor y la lamentación.
Pasados los días tuve la oportunidad de platicar nuevamente con ellos. Ya un poco más serenos habían caído en la cuenta de lo que había pasado. Sin embargo, no se conformaban con la pérdida de su hijo. Yo lo veía todo como un proceso de sanación natural, los golpes siempre duelen, así que había que esperar a que la herida, con un poco de buena voluntad y la ayuda de Dios, sanara a su tiempo.
Trataba de explicarles que el sufrimiento viene como un anuncio de paz y salvación. Sin embargo, los mejores argumentos poco hacían. Ellos estaban como ensimismados y no daban más. Imposible para ellos ver el amor y la misericordia de Jesús en todo esto.
Durante varios días conversábamos y orábamos juntos. Era difícil no hablar de lo ocurrido tratando ingenuamente de olvidar lo que no puede ser olvidado. Ellos siempre tendían a desahogarse ¿Por qué su hijo y no otro, siendo que era un muy buen muchacho? ¿Por qué morir así? En otros momentos, hacían una especie de catarsis para liberarse de profundos complejos de culpa: ¿Quizás no habían sido buenos padres? ¿Lo habían descuidado? ¿Si ese día ellos hubieran estado con él? Decían no haber perdido la fe en Dios, pero cómo aceptar este acontecimiento tan doloroso y que cortaba de tajo con tantas esperanzas y expectativas que se habían hecho respecto a su hijo.
Casi sin pensarlo me fui abriendo a un nuevo estilo de oración pidiendo una gracia especial para ellos: su liberación completa de todo tipo de resentimiento y la aceptación plena de la voluntad de Dios que les diera la paz. Yo había escuchado sobre la oración de sanación, pero siempre tan asociada a los movimientos carismáticos que me parecía como un carisma especial que Dios da a determinadas personas, casi como la oración de exorcismo.
Sin embargo, pude reconocer este camino de oración, nuevo absolutamente para mí. Sólo Cristo podía hacer este «milagro» de curar y sanar las heridas profundas que guarda el corazón humano. La palabra de Dios a diario me lo recordaba: cuando uno se acerca con fe pidiendo a Jesús alguna gracia, como la mujer hemorroísa, sin importar lo que piense la gente, con la confianza puesta en Jesús, diciéndole: ¡Quiero ser curado! (cf. Lc 8, 40-48) nunca es defraudado; cuando nos acercamos a pedirle por la salud de nuestros familiares y amigos, Él nos responde porque es bueno y tiene todo el poder de aliviarnos (cf. Mt 8, 5-13; Mc 7, 24-30). Por supuesto que se necesita valor para vencer la soledad, la melancolía, el pesimismo, los complejos y ponerse delante de Jesús
Al orar por estos hermanos que tenían esta pena, también me di cuenta de que todos, me parece que sin excepción, necesitamos liberarnos de recuerdos dolorosos, traumas y complejos que, por no estar sanados, nos siguen lastimando y orientan nuestra conducta a menudo de forma inconsciente.
Propongo unos pasos para que hagas tu propia experiencia en el camino de la oración de sanación.
Toma tu Biblia, porque la palabra de Dios es la lámpara que guiará nuestros pasos por el abismo oscuro de la conciencia e intimidad. Apártate, reflexiona y ora. Arma tu altar con un crucifijo o una imagen de Jesucristo. Y luego...
1° Confía absolutamente en Cristo. Contempla un rato su bello rostro crucificado, lleno de amor por ti. Piensa que Él tiene el poder de liberarte de resentimientos arraigados que tanto te lasti-man. Él es el mejor de los médicos, el mejor psicólogo y psiquiatra. Y acéptalo como un principio: humanamente es imposible liberarnos de resentimientos y recuerdos dolorosos. ¡Sólo Cristo puede perdonar! Su perdón es tan grande que a veces ni siquiera espera a que se lo pidas, Él te lo da porque te ama (cf. Lc 5, 17-26; Jn 8, 1-11; Lc 23, 39-43).
2° Debes aceptar con valentía que guardas todavía recuerdos que te duelen y lastiman, al punto de que no quieres ni siquiera hablar del tema; pero eso es, precisamente lo que debes hacer. Debes mostrar y manifestar al médico tus heridas y dolores, de otro modo, ¿cómo nos procurará el remedio? Quizás te parezca raro manifestar al Señor todo lo que sientes, pero quítate de complejos y escrúpulos. Te hará bien sentirte liberado.
3° No te avergüences de tus sentimientos ni sientas ninguna pena al expresarte delante de Jesús como lo haces con tu mejor amigo: «¡Por qué permitiste esto! ¡Me dolió mucho Señor! ¡Me enojé contigo, pero aquí estoy para pedirte perdón!» No es ninguna irreverencia cuando se hace en privado y con la confianza en Dios que nos ama. Jesús también clamó en la cruz: «Padre ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46).
4° Pide con mucha fe el don del Espíritu Santo para que saque de ti las raíces del pecado, sane tus heridas y plante en ellas el amor de Jesucristo. En realidad, la experiencia de oración es pura gracia del Espíritu Santo. Él es el que nos hace orar. Por ello, te recomiendo alguna de las plegarias al Espíritu Santo. Esa que dice: «Lava lo que está sucio, riega lo que está seco, sana lo que está enfermo...», es ideal.
5° Repasa en tu mente a través de tu historia, los acontecimientos tristes y dolorosos. Como retroceder una película en una videograbadora. Detente en aquellas escenas donde te has sentido solo y abandonado, por ejemplo: la muerte del ser querido, una humillación o ridículo, un fracaso. Ya que te identificaste, ahora, mírate, consuélate y abrázate a ti mismo con el amor de Jesús que estaba presente cuando tu sufrías. Él nunca te abandonó, fue su amor el que te hizo soportar y resistir. Por ese amor tan grande, que ahora te inunda, estas aquí, para dar gracias por todo lo bueno que te ha regalado.
6° Un buen criterio para saber si avanzas o no en esta terapia espiritual, es el poder hablar de estas cosas en la confesión o en la dirección espiritual. Si aún te apenas o averguenzas es porque todavía no han sido sanadas tus heridas. Sigue repitiendo este tratamiento, interpretando para ti, otros textos sobre el amor de Dios, por ejemplo: Jn 3, 16; Rom 5, 8; 1 Jn 4, 8-10. Disponte de la mejor manera que puedas, confiando mucho más en la Gracia de Cristo.
Cuando se trata de odios o rencores que guardamos en contra de alguna persona, es bueno comparar nuestro grado de perdón con el perdón de Cristo. Al instante veremos cuánto nos falta para estar libres de todo tipo de resentimiento. En ocasiones, decimos haber olvidado y perdonado pero no somos ni siquiera capaces de mencionar el nombre de la persona que nos hizo daño, ni de justificar sus actos, menos todavía de rezar por ella.
7° El perdón de Cristo que es nuestra salud, no es impaciente. Actúa poco a poco. Así que no hay que desesperarse cuando no obtienes los resultados que desearías. Dios sabe esperar cuando tú encuentras esas resistencias que te hacen «esconder la herida». Seguirá llamándote para sanarte y hacerte gozar de su amor.
8° Al hacer estos ejercicios plantéate: «¿Estoy dispuesto a perdonar a mis enemigos comple-tamente como lo hizo Cristo, cueste lo que cueste? ¿Daría mi vida por ellos como Él lo hizo? ¿Puedo volver a relacionarme con ellos como si nada hubiera pasado? ¿Soy capaz de ver en ellos sus cualidades y virtudes, y sobre todo ver la bondad del Señor en ellos?»
9° Dios sabe sacar cosas buenas y mejores de todos los acontecimientos, incluso de los más trágicos y dolorosos. Por eso los ha permitido, para nuestro bien y santificación. Por eso cuestiónate ¿Puedes descubrir la bondad divina en ellos? ¿Descubres lo bueno que ha sacado Dios de lo aparentemente malo y destructivo? ¿Bendices a Dios por todo lo que ha permitido en tu vida y en la de tus seres queridos?
10° Si todavía te parece difícil actuar y perdonar como Cristo, busca disponerte con mayor fervor en tu oración. Poco a poco el Señor te dará la paz y tendrás mayor caridad. Grábate en tu mente que la capacidad de perdonar y abrirnos a una Gracia de sanación, está determinada por tu fe y la profundidad de tu oración.
Con frecuencia las primeras oraciones te parecerán hipócritas, quizás te llenes de rabia, cuando al querer sanar tu pasado vuelvas a revivir conflictos y problemas pasados. Si tú fuiste culpable en algunos conflictos, te parecerá masoquismo y no querrás sufrir. Pero no puedes desanimarte, lucha sin cansarte hasta el final. Santa Teresa decía: «La Paciencia todo lo alcanza». Sólo Cristo puede sacarte de ese «bache» y darte la salud del alma y la capacidad de perdonar, así que confía en Él con todo tu corazón.
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