P.
Manolo Tercero
Una
palabra tuya bastará para sanarme
La mujer que le recibió en su casa
Permitidme
que comparta con vosotros el hermoso descubrimientos que he tenido en esta
última temporada de mi vida.
En
cuaresma cayó en mis manos el retrato espiritual de Marta Robin,
escrito por el académico francés Jean Guitton, amigo personal
de Pablo VI y el único laico católico presente en el concilio
Vaticano II por deseo y autorización del Papa.
Marta
Robin nació en 1902, en la aldea francesa de Dröme y murió
en 1981 en su misma casa paterna de la que nunca había salido.
Durante
treinta años, esta sencilla y humilde campesina no tomó ningún
alimento ni ninguna bebida. Y durante ese tiempo sufrió cada viernes
los dolores de la Pasión del Señor, cuyos estigmas o llagas
también tenía. Todo ello no le impidió fundar más
de sesenta Hogares de la Caridad.
Miles
de visitantes pasaron por la casa de Marta. En su pequeña y oscura
habitación- no podía resistir la más mínima
claridad y no podía estar más que incorporada en la cama,
debido a su rara enfermedad- recibía, escuchaba, rezaba y aconsejaba
con pequeñas frases a obispos, médicos, o científicos
y sencillos campesinos o amas de casa... Evocando a la otra Marta evangélica
que hospedó al Señor, Marta fue una mujer que pasó
su vida recibiendo en su casa.
Si
os comparto este hallazgo y lo traigo con motivo de nuestro tema, Eucaristía
y Sanación, es porque de entre las personas que Marta Robín
recibía a diario en su casa, cada tarde de los martes recibía
a Jesús en la comunión que su párroco le administraba.
Jean
Guittón le dijo en una ocasión:
-Permíteme
hacerte una pregunta indiscreta. Querría saber qué sientes
el martes cuando te dan la comunión, que es tu único alimento,
tu sola bebida.
-Es
cierto, responde Marta. Yo no me alimento más que de eso. Se me
humedece la boca, pero no puedo tragar. La hostia pasa a mí, yo
no sé cómo. Ella me produce entonces un efecto que me es
imposible describir. Esto no es una comida ordinaria, es una cosa diferente.
Es una vida nueva que penetra en mis huesos. ¿Cómo decirlo?
Me parece que Jesús está en todo mi cuerpo... como si yo
resucitara... Después no hago pie; estoy desligada del cuerpo, libre
con relación al cuerpo.
El
16 de Agosto de 1946 dijo: Tengo deseos de gritar a los que me preguntan
si como, que yo como más que ellos, pues yo me alimento en la Eucaristía
de la sangrey de la carne de Jesús.
Tengo deseos de decirles que ellos impiden en sí los efectos de
este alimento. Bloquean sus efectos.
Bloquean
sus efectos... Hermanos, estas palabras resuenan en mi mente, muchísimos
días cuando celebro la misa y distribuyo la comunión. ¡Es
Jesús mismo quien viene! ¡Es a Jesús mismo a quien
recibimos... pero no le damos tiempo para que haga sus efectos, su sanación,
su santificación, su obra en nosotros!.
Hoy
tenemos tiempo. Hoy podemos recibir sus efectos. Por el amor de Dios, recibid
hoy en vuestra casa a Jesús.
Sugiero
una breve oración: perdón por ser tan maleducados... tan
faltos de atención... vienes, pero lo siento, ya me iba...
Y
un acto de fe: Jesús, hoy quiero recibirte en mi casa... estoy llamando,
si alguno me abre, entraré y cenaremos juntos... Te abro, Jesús,
quédate conmigo, en mi casa, que es tuya... Gracias por venir...
¡sin avisar!. Eso demuestra el cariño y la confianza que tienes
conmigo.
No
soy digno de que entres en mi casa
Todos
los días nosotros nos mostramos con Jesús casi más
santos que las “martas” que le recibieron en sus casas. Nosotros, aparentemente
al menos, le decimos que no somos dignos de que entre en nuestra casa...
cuando el sacerdote nos lo muestra en el pan convertido en su cuerpo.
Esa
antigua oración que la Iglesia pone a disposición de los
creyentes en su liturgia eucarística, sabemos muy bien de dónde
procede.
Tanto
el evangelista San Mateo como San Lucas nos cuentan el episodio de un centurión
romano – un pagano, por tanto- que tenía un criado muy enfermo y
al que estimaba mucho e intercedió ante Jesús por su curación.
Ante la intención de Jesús de ir a su domicilio para curarle,
el centurión exclamó:
Señor,
yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi
criado quedará sano.
Más
explícito todavía San Lucas, nos cuenta que el centurión
envió ancianos de los judíos como embajadores y, al saber
que Jesús estaba cerca de su casa, envió unos amigos para
que le dijeran:
Señor,
no te molestes. Yo no soy digno de que entres en mi casa, por eso no me
he atrevido a presentarme personalmente a ti; pero basta una palabra tuya,
para que mi criado quede curado.
Y
antes de que conozcamos si la petición ha sido acogida por Jesús
y, por tanto, la curación del criado dará feliz final al
episodio, ambos evangelistas nos cuentan ampliamente la satisfacción
y alegría que producen en el Señor las palabras y actitud
de fe y de humildad del centurión hasta decir que en Israel no ha
encontrado una fe tan grande.
Podríamos
decir que la Iglesia ha recogido en el rito de la comunión, poniendo
en nuestros labios las palabras del centurión, dos elementos que
configuran todo encuentro sacramental:
-
la fe del sujeto que glorifica al Señor y que tanto le agrada;
-el
efecto sacramental que produce en quien lo recibe. En este caso, siguiendo
el episodio evangélico, la sanación o curación en
sentido amplio: física, espiritual, moral, síquica... que
siempre ha puesto de relieve la reflexión teológica sobre
la eucaristía, fuente de salud, viático de enfermos, pan
de los fuertes, remedio de males, fuerza de débiles, perdón
de los pecadores...
Pensemos,
por un momento, en la maravillosa oportunidad que diariamente se nos presenta,
de reproducir al vivo, no sólo como recuerdo, la escena del centurión
de Cafarnaún, si somos capaces también de reproducir en nosotros
los sentimientos de fe y humildad de aquel hombre que hizo tan feliz a
Jesús.
Aquí,
una nueva invitación a mirar nuestras comuniones... su preparación...
el acercamiento... la actitud interna y su manifestación externa...
¿Qué significado le doy al amén que pronuncio? Amén.
Sí, creo firmemente que es el Cuerpo de mi Señor glorioso.
Una sola palabra y quedaré sano... ¿qué no ocurrirá
si viene y entra Él mismo?
Mi
enfermedad: la increencia
Eucaristía
y sanación, eucaristía y fe. Después de la consagración,
el sacerdote exclama solemnemente: ¡Este es el sacramento de nuestra
fe!.
Muchos
días, cuando me revisto con los ornamentos en la sacristía,
le pido al Señor que me conceda, por lo menos, la fe suficiente
para poder celebrar los sagrados misterios. Ante el misterio de la eucaristía,
siempre reconozco mi escasísima fe y la necesidad de refugiarme
en la fe de la Iglesia.
Me
parece que ésta es la primera enfermedad que Jesús debe detectar
cuando entra en nuestra casa: ¡la increencia!.
En
el discurso del Pan de vida del cap. 6 de San Juan, asistimos a un forcejeo
dramático entre la pretensión de Jesús mostrándose
Pan de vida y la incredulidad de los judíos que, una y otra vez,
se preguntan cómo... ¿cómo puede éste darnos
a comer su carne?
Yo
me veo muchas veces así. Me admiro de la dureza, de la pereza, de
la resistencia de mi corazón a la fe, a la presencia de Jesús
en la eucaristía, y comprendo perfectamente la preocupación
de Jesús: mi incredulidad es enfermedad que me lleva a la muerte;
mi vida cristiana tienemás
de muerte que de vida.
Si
no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre,
no tendréis vida en vosotros... Mi carne es verdadera comida...
El que come mi carne vive en mí y yo en él... El que coma
de este pan vivirá para siempre...
¡Vivir!
¡Vivir es lo que importa! ¡Cuánta vida nos perdemos
por no creer! ¡Por no creer! Todo eso que vemos y que nos escandaliza,
pero que nosotros mismos hemos propiciado de desatención al sacramento
de la fe... no tiene más que una causa: la incredulidad del corazón.
Símbolo
de... como si... ¡Todo menos atrevernos con la fe!
Podríamos
escuchar cada uno la terrible y tristísima pregunta de Jesús
a los Doce:
- ¿También
vosotros queréis marcharos?
- Señor,
¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros
creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
Queremos
vivir, queremos vida abundante... queremos una vida que no se acaba...
queremos que el Pan que viene de arriba y da vida al mundo, nos quite el
miedo a la muerte que tú has vencido. Queremos ser sanados, liberados
del miedo al más allá porque tu presencia eucarística
es viático, salvoconducto para la eternidad. Que tú te has
metido en el tiempo y ya nos haces eternos. Que quien te recibe en fe se
hace inmortal. Quesomos habitados
por la vida. Que ya hemos vencido a la muerte. Jesús, líbranos
del miedo: ¡Que yo no voy a morir para siempre! Llénanos de
fe.
Mi
enfermedad: el odio
Tal
vez sea de la eucaristía de la que se hayan escrito las más
bellas páginas de teólogos y poetas cristianos, siempre incidiendo
sobre el mismo tema: la eucaristía es el misterio del amor. Y es
que el preámbulo histórico de la institución eucarística
es recordado en la tradición evangélica con frases tan rotundas
como éstas:
Jesús...
que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó
su amor hasta el fin. Estaban cenando... (Jn 13, 2ss)
¡Cuánto
he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir! (Lc 22, 15)
Os
confieso, hermanos, que más de una vez he sentido un estremecimiento
al comenzar la celebración de la Misa, recordando estas palabras:
Manolo, ¡cuánto he deseado comer contigo esta cena de pascua...!
Y lo he sentido, sobre todo en días en que mi pecado de desamor
era más fuerte que mi confianza en el Dios que siempre me ama...
¡El
desamor, hermanos! ¡Qué terrible enfermedad! Dicen que la
enfermedad más extendida en toda la humanidad es la caries dental...
de puro común, nadie piensa que es una enfermedad. Tengo la impresión
de que con la falta de amor nos pasa lo mismo. Es tan común, tan
lógico, tan razonable no amar, amar poco, quedarnos siempre cortos...
que ya no nos parece pecado grave. Sin embargo, es lo fundamental en nuestra
fe. Sin amor, nada somos.
La
falta de amor tiene manifestaciones inagotables: indiferencia, acepción
de personas, favoritismos, antipatías, fobias, envidias, odios,
ausencia de perdón y misericordia, egocentrismo, crítica,
maledicencias, prejuicios, sospechas infundadas, difamación, calumnias,
juicios temerarios... ¡Todo un diccionario y no precisamente de sinónimos,
sino de auténticas manifestaciones todas ellas distintas y precisas
de una enfermedad original: el desamor!.
¿Quién
no ha sentido alguna vez una fuerza interior a permanecer quieto en su
sitio en el momento de la comunión recordando la palabra certera
y clara de Jesús: Si cuando vas a presentar tu ofrenda... te acuerdas
de que tu hermano tiene algo contra ti... deja allí mismo tu ofrenda...?
En
la liturgia eucarística de los primeros siglos, al llegar este momento,
el diácono gritaba con voz fuerte: ¡Quien sea santo, que se
acerque. Quién no lo sea, que se convierta!. Que eran la traducción
de otras palabras,no menos serias
del mismo Jesús: No deis las cosas santas a los perros ni las perlas
a los cerdos...
Y
sabemos que somos santos e irreprochables ante Dios por el amor.
Pero
no quisiera meter en vuestras conciencias un nuevo motivo de escrúpulo
que os impidiera acercaros precisamente a la fuente del amor verdadero.
No. Pero quisiera que ante Jesús cayerais en la cuenta de la responsabilidad
que tenemos de crecer en el amor cada vez que comulgamos. No sé
exactamente dónde he leído que un sacerdote solía
dar este consejo a quienes le preguntaban sobre la frecuencia con que debían
comulgar: Cada vez que notes que has crecido en el amor...
Con
alguna frecuencia me he encontrado con personas, verdaderamente enfermas
de odio, de falta de perdón... hasta con repercusión síquica
en forma de depresión y física con manifestaciones sobre
todo de irregularidades cardíacas... A veces les insisto que pidan
con fe a Jesús, sobre todo en la comunión, que les sane el
corazón del odio... pero no parecen entender. ¡Sólo
quieren arreglar los síntomas, pero no el foco de la infección!
¡Cuántas
veces también me encuentro con grupos de oración intensamente
dañados con historias interminables de agravios y desagravios! Intentando
cientos de veces inútiles arreglos que duran lo que un silbido,
pero que vuelven a la desunión, a la crítica, a la murmuración
- ¡veneno mortal de las comunidades!-, porque nadie reconoce que
el mal está en su corazón inmisericorde, duro, que no quiere
ceder, ni olvidar... Y piden que predique, que les dé un retiro,
que les arregle... cuando percibes con toda claridad que mientras no se
caiga de rodillas, rendidos ante el sacramento de quien tanto nos ha amado...
no habrá ninguna solución...
No
terminaríamos el tema. San Pablo escribía a los Corintios
una carta furibunda en relación con las desigualdades y los individualismos
cuando celebraban la Cena del Señor... ¡Ya no es la cena del
Señor lo que celebráis! Llega a decirles... Y termina: Y
por eso hay entre vosotros tantos enfermos y tantos que se mueren... porque
no os dais cuenta de que es el Cuerpo del Señor lo que coméis...
Comuniones
individualistas... sin sentido de comunidad...
Comuniones
que refuerzan la autoimagen del fariseo, seguro de sí mismo, para
despreciar a los demás.
Santísimo
cuerpo y sangre del Señor que toca mi lengua... con la que después
maldigo del hermano...
¡Cuerpo
de Cristo, sáname, sálvame de la enfermedad del odio que
lleva a la muerte!
Que
contiene en sí todo deleite
El
libro de la Sabiduría dice del maná, que su sabor se adaptaba
al gusto de cada uno... De ahí tomó la iglesia un versículo
que se hizo muy popular en las exposiciones eucarísticas:
Les
diste pan del cielo, que contiene en sí todo deleite.
Hemos
hablado de la necesidad de sanación que tenemos en nuestra vida
teologal:
-
increencia, desesperanza de la vida eterna y odio.
Se
me ocurre que cada comunión debería ser también alimento
sabroso de aquello que más nos gusta y que más deseamos...
Que
esta comunión, Jesús, me sepa a oración... a pureza...
a valentía para testimoniarte... a generosidad con los pobres...
a cercanía con los que sufren... a gozo y alegría para mis
tristezas... a...
Una
palabra tuya... “Yo soy vuestra paz...” “Vuestra tristeza curo...” “No
temáis, soy yo...”
¡Mi
hermano cuerpo!
Una
palabra tuya... y mi criado quedará curado.
No,
no se nos pasa por alto que la eucaristía también es causa
de salud física. ¡También debemos pedir al Señor
que su Cuerpo sea medicina para nuestras enfermedades y, sobre todo, desde
nuestro amor por ellos, identificados con Jesús, para los enfermos...!
Permitidme
una palabra al respecto. En la Sagrada Escritura el milagro de curación
no tiene categoría científica, ni ese es su intento, siquiera.
El milagro es un signo de la acción salvadora de Dios. El fenómeno
extraordinario por sí mismo no prueba nada. Incluso no tenemos dificultad
en admitir que los fenómenos extraordinarios de otras épocas
han sido luego probados como naturales. Su sentido depende de la fe. En
tiempos de Jesús hasta sus acciones fueron tergiversadas y atribuidas
alpoder de Belcebú, príncipe
de demonios...
¿Por
qué Jesús no curó a todos? ¿Por qué
no solucionó todo el problema del hambre? ¿Por qué...?
¿Por qué en nuestros encuentros son más los que no
se curan que los que notan alivio y curación de sus males?
Los
santos... siempre enfermos. Os hablé al comienzo de Marta Robín...
nunca se curó. Es más. Tras de la comunión de cada
martes comenzaba semanalmente su calvario de dolores, de sufrimientos internos...
hasta desembocar en la crucifixión de cada viernes en que se le
reproducían viva y dolorosamente los estigmas de la pasión...
Y murió enferma.
Dios
tiene dos formas distintas de socorrer y mostrar su poder: o bien quitando
el mal, o bien dando la fuerza para sobrellevarlo y hasta para entenderlo
de un modo nuevo, libre y, a veces, gozoso. Un enfermo creyente, tiene
como horizonte la Pascua.
Recordad
que ante el aviso de las hermanas de Betania – Lázaro, tu amigo,
está enfermo – Jesús no acude y hasta permite que muera.
Jesús ve más lejos que Marta y María. Así ocurre,
me parece, con nuestras intercesiones aparentemente inútiles por
nuestros enfermos. A nosotros nos corresponde pedir... yo diría
mejor: nos corresponde llevarpor
la oración a nuestros enfermos delante de Jesús, como los
camilleros con aquel paralítico. Jesús vio lo que los demás
no veían: que su mayor necesidad era el perdón de sus pecados...
Oremos
muchos por los enfermos... se curen o no se curen. Seamos atrevidos, importunos
pidiendo por ellos, aunque nosotros ya seamos suficientemente maduros como
para aceptar nuestra enfermedad gozosamente. Cuando se trata de los demás,
pidamos e insistamos. Cuentan de un monje de la antigüedad que pidió
por un hermano enfermo de esta atrevida forma: Señor, cura a este
hermano, tanto si es tu voluntad como si no.
Nosotros
vamos a presentar con todo nuestro cariño ante Jesús a nuestros
enfermos, haciendo nuestras las expresiones con que sus contemporáneos
le pedían por sus enfermos. Son frases que denotan sobre todo confianza,
como si dijeran: A nosotros nos corresponde pedir. A ti, Señor,
te corresponde concedernos lo que según tú, sea mejor.
Señor,
el que tú amas, está enfermo...
Señor,
si quieres, puedes curarle...
Señor,
di una Palabra y quedará sano...
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