
I. Dios nos
hace saber de muchas maneras que nos ama, que nunca
se olvida de nosotros, pues nos lleva escritos en su
mano para tenernos siempre a la vista (Isaías 49,
15-17). Jamás podremos imaginar lo que Dios
nos ama: nos redimió con su Muerte en la Cruz,
habita en nuestra alma en gracia, se comunica con
nosotros en lo más íntimo de nuestro corazón,
durante estos ratos de oración y en cualquier
momento del día. Cuando contemplamos al Señor en
cada una de las escenas del Vía Crucis es fácil
que desde el corazón se nos venga a los labios el
decir: “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío,
y... no me he vuelto loco?”
II. Dios nos ama con amor personal e individual. Jamás
ha dejado de amarnos, ni siquiera en los momentos de
mayor ingratitud por nuestra parte o cuando
cometimos los pecados más graves. Su atención ha
sido constante en todas las circunstancias y sucesos,
y está siempre junto a nosotros: Yo estaré con
vosotros siempre hasta la consumación del mundo
(Mateo 28, 20), hasta el último instante de nuestra
vida. ¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En
la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos
dejó los sacramentos, “canales de la misericordia
divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da
en la Sagrada Eucaristía. Nos ha dado a su Madre
por Madre nuestra. También nos ha dado un Ángel
para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo
donde tendremos una felicidad sin límites y sin término.
Pero amor con amor se paga. Y decimos con Francisca
Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por
poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por
amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con
que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente”
(Decenario al Espíritu Santo).
III. Dios espera de cada hombre una respuesta sin
condiciones a su amor por nosotros. Nuestro amor a
Dios se muestra en las mil incidencias de cada día:
amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de
la vida familiar, de las relaciones sociales, del
descanso... Todo se puede convertir en obras de amor.
Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos
se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más
pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor
a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este
amor caben todos los amores nobles y limpios de la
tierra, según la peculiar vocación recibida, y
cada uno en su orden. La señal externa de nuestra
unión con Dios es el modo como vivimos la caridad
con quienes están junto a nosotros. Pidámosle
hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al
amor de su Hijo, y que sepamos también amar con
obras a sus hijos, nuestros hermanos.