“Era muy devota del Sagrado Corazón y se ha confesado y ha comulgado los nueve viernes primeros de mes, por eso, no podía morirse sin la ayuda del Corazón de Jesús”. Testimonio del P. Jorge Bugallo, L.C. La vida del sacerdote está plagada de experiencias únicas e irrepetibles. “Tomado de entre los hombres y puesto en favor de los hombres” (Heb 5,1). Algunos ya habrán escuchado esta experiencia, pero con mucho gusto se la comparto, por si puede hacer algún bien. A diferencia de otros momentos más “ordinarios”, éste ha marcado profundamente mi vida –desde el inicio mismo– y mi todavía incipiente ministerio sacerdotal.
Recibí la ordenación sacerdotal el pasado 12 de diciembre de 2009, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, en Roma. Ese mismo día, desde las diez y media de la mañana, Cristo me había hecho su sacerdote para siempre. Sábado, doce de diciembre, en el año sacerdotal. Más no podía pedir. Ese día no pegué ojo de la emoción y de la realidad que había vivido esa misma mañana. Pues bien, ya Dios nuestro Señor tenía prisa y María Santísima no desperdiciaría la oportunidad.
El domingo, 13 de diciembre, celebré mi primera misa, precisamente en el altar de la Virgen de Guadalupe, junto a la tumba de San Pedro y a unos metros de la tumba de Juan Pablo II, ¡qué gracia inmensa! Me sentía profundamente feliz y no pude aguantarme en la homilía, pues entre lágrimas y emociones no me cansé de decir ¡Gracias! a Dios, a nuestra Madre del Cielo y a cuantos me han acompañado en estos más de veinte años de preparación y formación. Y en el Cielo se estaba fraguando un gran acontecimiento para el día siguiente.
El lunes, 14 de diciembre, viajé con mi familia a San Giovanni Rotondo, donde se encuentra el monasterio y la tumba con los restos del Padre Pío. A pesar de distar algo más de cinco horas de Roma, merecía la pena el esfuerzo, pues tenía reservado un altar para celebrar allí la misa y visitar el lugar. Llegamos allá pasado el mediodía y pude celebrar a la hora convenida. Y aquí llega la parte más importante. Eran las seis de la tarde –ya satisfechos del día– y prácticamente se había oscurecido el cielo. Nos subimos al auto para regresar a Roma. No sé porqué, pero mi hermano pide pasar por una tienda para reparar su celular, pues no le funcionaba. Era ya tarde y comenzaba a lloviznar. Por el bien de la paz, buscamos una tienda para que Luis, mi hermano, resolviera su problema. Entre unas cosas y otras, media hora después, compra una nueva tarjeta SIM y así zanja la cuestión.
El reloj marcaba las 18:45 horas cuando finalmente comenzamos a bajar la montaña por la carretera nacional, rumbo a la autopista que nos llevaba a Roma. Tanto por la oscuridad como por la lluvia, la bajada era lenta. A esto se le sumó que una motocicleta, guiada por una chica y a velocidad muy prudente, nos iba marcando el ritmo a los siete (al menos) vehículos que la seguíamos. Mientras rezábamos el rosario, a media bajada, de repente noto que la moto “desparece” en una de las incontables “tornanti” o curvas muy cerradas.
Lo noté porque la fila comenzó a moverse más rápido y la moto ya no se veía. Pero unas curvas más abajo… ¡vi la moto! Estaba como a cinco metros de la carretera, con el faro encendido y como doblada por un lado. En ese momento sentí por dentro un “¡frena y baja!”. Paré el auto en el arcén de la carretera, les dije a mi mamá y a mi hermano que me esperaran, que era algo rápido. Bajé del coche. Continuaba lloviendo y la única luz que me guiaba era la de la moto semi-abollada que tenía en frente. Noté, por el estado de la moto, que quien iba encima sufrió un accidente o por lo menos una caída fuerte. Hablé en tono un poco alto para ver si alguien me escuchaba. No hubo respuesta. Lo intenté otra vez, un poco más fuerte, con el mejor italiano a disposición. Nadie contestó. Como era bosque, lleno de maleza y no se veía nada, pensé lo peor.
Como la luz de la moto apuntaba hacia unos árboles, caminé hacia ellos. La sorpresa me la llevé cuando, unos metros adelante, me encontré con la chica que había visto minutos antes subida a la moto mientras bajábamos por la carretera. Me dio mucho asco, porque tenía amputado el brazo izquierdo por completo, y por el hombro salía sangre sin parar. Del otro brazo sólo conservaba la mitad, hasta el codo, pues también había perdido la otra mitad…, y salía mucha sangre. Las piernas las tenía totalmente empotradas hacía sí misma, hacia dentro, prácticamente rotas. Parecía una muñeca rota, pero en realidad era una persona viva. Un espectáculo que no se lo deseo a nadie.
Me acerqué. Su rostro se veía a mitad, pues el casco se había “encasquetado” en su cabeza, oprimiendo y aplastando la mitad derecha de la misma. No veía más que por el ojo izquierdo. Le hablé al oído: «soy sacerdote…, ¿me escuchas? Si quieres, puedo darte la absolución... Si estás de acuerdo, basta que lo indiques con alguna señal…». Noté cómo la cabeza se movió un poquito. Entretanto se acerca mi mamá, y nada más ver la escena, pega un grito. También llega mi hermano, alertado por el grito. En ese momento, aprovecho para pedirle a mi hermano que llame por el celular –que ya le servía– a una ambulancia del pueblo. Quince minutos más tarde se acercaba una ambulancia. En esos minutos estuve con esta chica, acompañándola y tapando como podía las zonas de su cuerpo por donde continuaba saliendo sangre. Y lo que es más importante, le di la absolución. Era la primera persona a la que le administraba este sacramento –sólo habían transcurrido unas 60 horas desde la ordenación–. Llegaron los paramédicos. Le tomaron el pulso. Estaba muy débil. –«Non ce la fa», me susurra uno de ellos. La tomé en mis brazos (a la chica), y mientras la llevaba hacia la ambulancia, me miró a la cara, cerró el ojo visible y su cuello se echó para adelante: se fue de este mundo. Marchó al cielo mientras estaba en mis brazos. Así fue. Su nombre era Rosanna y tenía 17 años.
Así sucedió. Entre las pertenencias de la chica encontramos su celular, y pudimos hablar con su mamá. Vivía en un pueblo a diez kilómetros del accidente. Imagínense ustedes lo que significa decirle a una mamá que su hija acaba de fallecer en un accidente de tráfico. Las palabras que le dije, más o menos fueron:
- Signora, sono sacerdote; anzi, novello sacerdote, ordinato sabato scorso. Guardi, (…) ho avuto l’opportunità di compartire con la Sua figlia Rosanna gli ultimi minuti della sua vita (…), e sono davvero molto contento di aver comminciato così il mio ministero sacerdotale (…).
- En castellano: Señora, soy sacerdote. Es más, recién ordenado el sábado pasado. Mire, he tenido la oportunidad de compartir con su hija Rosanna los últimos minutos de su vida, y estoy muy contento de comenzar así mi ministerio sacerdotal.
Entre lágrimas y voz entrecortada, la mamá me agradeció la llamada y entre muchas palabras que no lograba entender (era una especie de dialecto de la región), sí escuché como me dijo:
- Padre, Lei é sacerdote. Sa, Padre, mia figlia è molto devota del Sacro Cuore. Io sono una persona credente, come mia figlia. E non so perché, ma certamente una cosa so bene. Rosanna ha fatto due volte la novena al santissimo Cuore di Gesù. Cioè, ha preso la comunione e si è confessata i nove primi venerdì del mese un paio di volte. Quindi, non poteva andarsene senza l’aiuto del Cuore di Gesù. Grazie, Padre, e Dio la benedica sempre (…).
- En castellano: Padre, usted es sacerdote. Sabe Padre, mi hija es muy devota del Sagrado Corazón. Yo soy una persona creyente como mi hija. Y no sé porqué, pero ciertamente una cosa sí sé y bien. Rosanna ha hecho dos veces la novena al Sagrado Corazón. Es decir, ha comulgado y se ha confesado los nueve viernes primero del meses un par de veces. Por eso, no podía morirse sin la ayuda del Corazón de Jesús. Gracias, padre, y que Dios le bendiga siempre.
Las palabras hablan por sí solas. Es posible que no sean del todo exactas, pero es cuanto recuerdo.
Esa noche llegamos de madrugada a Roma. Yo no pude dormir. Me quedé pensando sobre todo lo que había vivido unas horas atrás. No es fácil explicarte las cosas que a veces te pasan, y menos así. Apenas estaba comenzando a asimilar el sacerdocio recibido unas horas antes y ya Dios nuestro Señor me pedía mi colaboración. Dos caminos se cruzaron esa tarde: el de Rosanna y el mío. Y Cristo tenía prisa esa noche. El celular, que no le funcionaba a mi hermano, retrasó el regreso. Después, el accidente mientras rezábamos el rosario. Gracias al celular de mi hermano, que ya funcionaba, pudimos llamar a la ambulancia, etc. Está muy claro. No existen las casualidades en la vida. Simplemente la mano de Dios y la intercesión de la Santísima Virgen fueron suficientes para obrar el milagro, para llevar una persona al cielo.
Muy impresionante!! Me conmovió mucho el testimonio..Dios Te Bendiga Padre.
ReplyDelete